El agua como recurso estratégico


Vivimos una paradoja hídrica, aunque existe una aparente abundancia de agua, el acceso a este es limitado. Cerca el 70 % de la superficie terrestre está cubierta de agua, sin embargo, cada vez enfrentamos mayores dificultades para acceder a ella.

Lejos de ser un recurso inagotable, se ha convertido en un bien estratégico. Su importancia va más allá de lo fisiológico, afecta la estabilidad política, económica, ambiental e industrial de las naciones.

A medida que su disponibilidad disminuye, su ausencia se vuelve un factor de desestabilización social, política y económica. Lejos de ser una crisis del futuro, el estrés hídrico ya moldea realidades presentes y anticipa tensiones.

ONU-Hábitat advirtió que más de un tercio de la población mundial vive ya con escasez de agua, y hacia 2050 más de la mitad de la población podría enfrentar condiciones críticas. A esto se suma un aumento proyectado del 40 % en el uso del agua hacia 2030, impulsado por el cambio climático y el crecimiento demográfico.

En 1995, Ismail Serageldin, entonces vicepresidente del Banco Mundial ya advertía “Si las guerras del siglo XX se libraron por el petróleo, las del siglo XXI serán por el agua”.

Aunque algunos países —como Canadá o Brasil— aún gozan de relativa abundancia, la mayoría enfrenta crecientes niveles de estrés hídrico. Estas tensiones por el control del agua ya ponen de manifiesto en regiones como el Nilo Azul, el Indo, el Tigris-Éufrates y la cuenca del río Bravo.

Al igual que los minerales raros o la energía, el agua se ha convertido en una herramienta política y de control, influyendo en decisiones comerciales, en las relaciones diplomáticas e incluso reavivar conflictos regionales.

Un caso cercano es el de México y el Tratado de Aguas de 1944 con Estados Unidos. Con presas como La Amistad o Falcón por debajo del 15 % de su capacidad, el incumplimiento de entregas ha generado fricción diplomática.

Quien controla el acceso al agua puede condicionar decisiones agrícolas, urbanas e industriales de otros Estados. El agua, mal gestionada, ya no solo genera escasez, genera dependencia. Aquí vemos el uso del agua como herramienta política y de control.

México se encuentra considerado como el segundo país con mayor estrés hídrico en América Latina; las señales de alerta se acumulan con cada vez más frecuentes y prolongadas sequías, mantos acuíferos sobreexplotados y un sistema de gestión fragmentado y politizado.

El norte del país concentra algunos de los escenarios más alarmantes de escasez de agua. En 2022, Nuevo León registró una de las peores sequías de su historia. Zonas completas estuvieron sin agua durante semanas. Industrias frenaron su producción. El descontento social se hizo visible en las calles, convirtiéndose en un tema de seguridad y gobernabilidad.

Paradójicamente, mientras el norte se seca, el sur enfrenta inundaciones recurrentes. En el inter, más de la mitad del país sufre distintos niveles de sequía.

Este contraste pone en evidencia no solo la desigualdad en la distribución del agua, sino también la falta de infraestructura y planificación.

La escasez hídrica ha producido violencia en torno a la distribución, sabotaje de ductos, saqueo de jardineras públicas y bloqueos de carreteras. Además, ha incentivado roces entre gobiernos estatales, desplazamiento poblacional, especulación de suelo y presión sobre la industria.

Para el país, podemos señalar cinco grandes factores que pueden determinar si se logrará salir avante o si cae en un escenario de colapso hídrico:

  1. El aumento de temperaturas y la variabilidad en las lluvias que impactan los ciclos hidrológicos. Los fenómenos hidrometereológicos tienden a ser más fuertes, más prolongados y recurrentes.
  2. El desarrollo de megaproyectos sin una visión de sostenibilidad hídrica. Grandes empresas concentran el acceso al agua, mientras zonas populares quedan al margen.
  3. El acceso desigual al agua profundiza la brecha entre quienes pueden pagar soluciones privadas y quienes dependen del suministro público.
  4. El descuido y abandono de la infraestructura, la corrupción y el rezago tecnológico comprometen la capacidad del Estado para garantizar un acceso equitativo y eficiente.
  5. La falta de actualización normativa y correcta aplicación de la ley, limita una respuesta integral, mientras los conflictos interestatales y la politización del tema desvían la atención de soluciones reales.

Aunque estos factores están aterrizados al contexto mexicano, la aplicabilidad de estos puede darse en cualquier latitud del mundo.

En el mejor de los casos, los países entenderán que el agua no es un tema ambiental aislado, sino un asunto estratégico global. Se invertirá con decisión en tecnologías de reúso, desalinización y eficiencia hídrica. La diplomacia del agua —como ya ocurre en algunas regiones— se volverá una herramienta para prevenir tensiones y fortalecer la cooperación.

En un escenario más realista, no debemos descartar un aumento de conflictos localizados por el acceso al agua. Y en el peor de los casos, el agua se convertirá en detonante de conflictos sociales y de seguridad, pudiendo incluir enfrentamientos armados, desplazamientos masivos y crisis humanitarias en regiones enteras.

El agua, más que un recurso, es un detonante. Su ausencia o mala gestión puede descomponer entornos sociales, profundizar las desigualdades y erosionar la gobernabilidad. En cambio, su adecuada administración pueden fomentar la equidad, fortalecer la gobernanza y ser base de estabilidad, desarrollo y paz.

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